Podría servir de inspiración para una película pero fue real como la vida misma.
Se me hace difícil escribir sobre Joan Florit, popularmente conocido como Joan «Llarg» por su figura alta y delgada. Hasta hace pocos años, era habitual verlo por la calle Ses Parres de camino al Centro Cultural o caminando por el lateral de la carretera en dirección al huerto para darle de comer a los gatos. «Son mejores que muchas personas», sentenciaba este funcionario jubilado. Conocía todos los recovecos del pueblo porque los había recorrido para llevar notificaciones, programas de fiestas. Antes de Sant Llorenç, colocaba las conocidas siluetas de cabeza de caballo cortadas en madera y pintadas de negro.
Ese color, triste al tiempo que elegante, era el de su chaqueta que solía acompañar con una camisa azúl oscuro. Hablarle de política suponía entrar en un terreno pantanoso que le removía el pasado. Sin reparo, mostraba con orgullo un pin con el yugo y las flechas que de vez en cuando se colocaba en la solapa y descolocaba a quienes nos cruzábamos con él.
Era como un secundario, que sin quererlo, se había convertido en protagonista.
Pero el Joan Florit que tuve la suerte de conocer a comienzos del año 2000 fue genio y figura hasta la sepultura. Si hubiera sido actor se habría afanado en interpretar los papeles más dispares. Estaba en todas partes: en la taquilla del cine de Alaior, però también colocando la bobina en el proyector y encendiendo las luces de la sala para poner la segunda parte. Todo artesanal. Un fogonazo de luz hacía saltar a más de uno de las butacas y se mezclaban las llamadas de atención con las carcajadas.
El cine del centro cultural de Alaior del segundo milenio era Cinema Paradiso, con acomodador y linterna incluida. Las palomitas, las traías de casa. Joan ‘Llarg’ pasaba allí muchas horas, los viernes y fines de semana los dedicaba al cine de pantalla grande y te regalaba su crítica particular antes de comenzar la sesión. “Ésta es muy buena, la gente se ríe mucho, ya verás como te gusta y querrás verla otra vez”. Pero los números no salían a pesar de la paciencia del empresario que desde Palma, delegaba en este Supermán la difícil misión de frenar el tren de los números rojos.
Mirada personal
De poco sirvieron los esfuerzos por mantener la sala abierta. La gente quedó atrapada por el cine en casa y más tarde por el cine en el bolsillo. Y mira que Joan, gran amante de la fotografía, se enamoró de lo digital a primera vista, los últimos años siempre iba con su inseparable cámara que descargaba en el ordenador encantado de no tener que bañar los negativos de cubeta en cubeta en aquel cuarto oscuro del Club Fotográfico. “Ahora se ven la fotos al momento” y las compartía en su perfil de Facebook. En su legado fotográfico están buena parte de las casas más antiguas del municipio antes de que fueran devoradas por la llamada modernidad.
Era habitual encontrarlo de tertulia en Sa Plaça, uniendo las ocurrencias más surrealistas con reflexiones de lo más sensatas, le apasionaba la ufología y durante años recogió testimonios con una grabadora, algunos se llegaron a emitir en el espacio que él mismo presentó en Radio Balear Menorca “¿Estamos solos en el Universo? ¿Hay otros mundos?” Cada semana, Joan ‘Ĺlarg’ nos ofrecía respuestas muy personales a estas preguntas.
Y los meses previos a Sant Llorenç, no estaba para nadie, sólo para el taller en el que preparaba las carrozas que iban a desfilar el último día de la Fiesta Mayor. Siempre decía, “Es el último año que lo hago, ya pueden buscar a otro”, aunque todos daban por cierto que al año siguiente volvería a la nave del polígono de la Trotxa a pensar cómo adaptar un caballo de cartón piedra que desfiló con los Romanos para transformarlo en un unicornio alado.
Y los últimos años, apenas se le vio. Las noticias que llegaron a Sa Plaça se quedaban en conversaciones de terraza: «con esto del Covid, ya no dejan verlo en la Residencia», «de la última caída, le costará recuperarse a sus años», «al menos, dio tiempo a que pusieran la estatua al rey Jaume II», después de promover una petición de firmas entre los vecinos.
Su voz grave era inconfundible y sus saludos también lo eran, el preámbulo de una conversación sin mirar el reloj, porque siempre tenía tiempo para los demás aunque no lo tuviera. Sus ojos ampliados por los cristales gruesos de las gafas y sus grandes manos con dedos marcados por la nicotina no pasaban desapercibidos. Era inevitable fijarse en el índice de la mano derecha, mutilado en su último tramo. Una mano que estrechaba con firmeza al despedirse. “Bueno, Tito, ya nos vemos”.
Y enlazaba un saludo con otro, porque Joan ‘Llarg’ era, de largo, una persona que tal vez no llegó a Supermán pero tampoco fue Hombre Invisible ni al final de la película.