Los pacientes esperan por riguroso orden de lista y manteniendo la distancia para que les hagan la prueba
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Para la vuelta de la liga de fútbol profesional nadie lo dudó. Todos los futbolistas debían pasar la PCR antes de salir al césped. Para la llegada de turistas, al menos en España, no era necesario ni tampoco que pasaran los quince días de cuarentena. Aquí íbamos sobrados, sacando pecho porque «el turismo es el motor de nuestra economía». Pues el motor se paró y se rompieron los huevos de oro de la gallina.

Pero, ¿y la vuelta a las escuelas? ¿Nadie de las altas esferas se planteó la necesidad de hacer las pruebas PCR a todo el personal docente y alumnado antes de abrir aulas? Pues parece que no, porque estaban de vacaciones, que son sagradas.

Las PCR, que por sus siglas en inglés significa Reacción en Cadena por Polimerasa, son las pruebas de laboratorio para el diagnóstico del coronavirus SARS-COV-2, más conocido por Covid19.

Ahora sabemos que no se consideró oportuno y los responsables de Educación llenaron minutos de telediarios hablando de los equipamientos que se iban a instalar en las escuelas, como aulas auxiliares, el aumento por miles de profesores como por acción divina en la multiplicación de los panes y los peces, y los llamados grupos burbuja.

En las primeras semanas de clase, ya hemos visto que las burbulas se rompen como pompas de jabón incluso antes de llegar al suelo y cada vez más alumnos acaban confinados en casa pendientes del wifi para conectarse al zoom y ver por pantalla a sus compañeros y profesores ante la mirada desesperada de los padres que hacen encaje de bolillos para sobrevivir pensando en el significado de la palabra conciliación familiar.

Y a todo esto, la mayoría de las escuelas comenzaron con lo que había el 13 de marzo y lo que poco a poco ha ido llegando como ayuda humanitaria con el acuse de recibo de la administración central, autonómica o local. Unos se tiran las culpas a los otros y la casa sin barrer.

Que si unos botes de gel hidroalcohólico por aquí, que si unas mamparas por allá, que si unos termómetros digitales. En muchos casos, a los quince días ya hubo escuelas que se vieron obligadas a tirar del comercio de proximidad para rellenar los dispensadores de gel de manos porque los recursos siempre escasos caían en un saco sin fondo.

¿Cuántas veces hay que lavarse las manos? Todas parecen pocas.

Las escuelas mutaron en hospitales. Se habilitó el aula de música para hacer los test de PCR, ante la atenta mirada de los cuadros de Mozart y Beethoven, con rostro visiblemente desconcertado. Y así empezaron a desfilar las más variadas mascarillas, las artesanas, las de diseño y hasta las que protegen de verdad ante posibles contagios. Pero, ¿dónde está el virus? Como no se ve, puede estar en todas partes. Y empezamos a tener miedo del miedo.

La vuelta al Covid

El primer día que estornudó el conserge de la escuela, se hizo un silencio sepulcral. Es una de las personas más expuestas, pues unas 400 personas pasan hasta 4 veces al día a pocos metros de su cara. Los que los traen, los que llegan, los que los vienen a buscar, los que los traen de nuevo y los que los recogen, además de los llamados paracaidistas, los que caen en cualquier momento y con misiones bien diversas.

En este contexto de locos, el tradicional resfriado del comienzo de otoño puede hacer sonar las alarmas. El médico no te visita en persona. Por teléfono te pregunta qué síntomas tienes y la receta es siempre la misma: Que te hagan la PCR.

Quédate confinado, sal sólo para ir a hacerte el test y mantente aislado. Eres una persona de riesgo, de mucho riesgo por tu trabajo.

Y así estamos. Ayer me hicieron esa prueba que en marzo sólo se hacían los ricos y muy ricos, algunos ya llevan unas cuantas, a razón de unos 150 euros en laboratorios de los barrios de la zona alta de la ciudad. Un periodista publicaba hace poco que el precio real de esa prueba está en torno a los 20 euros dejando la puerta abierta a mentes perversas.

La cola para hacerse la PCR es de silencios y de nervios, de rostros con la mirada hacia el suelo, de distancias y de monosílabos. Algunos temen ser reconocidos por amigos o parientes y resuena en sus cabezas el mensaje de la doctora «evita cualquier contacto con otras personas».

Un enfermero rompe el silencio pasando lista a los convocados. Lleva doble mascarilla, visera de protección, guantes y anota con su bolígrafo los recién llegados, los ordena y se limita a decir que será rápido. Saca de su bolsillo un tríptico con una declaración de intenciones y alarga su brazo lo justo para entregarlo en la distancia: «Cortemos la cadena de transmisión de la Covid19: detención precoz de casos y seguimiento de contactos estrechos».

Ya no hay vuelta atrás

Un laberinto de escaleras y pasillos se esconden tras la puerta exterior

Cuando cruzas la última puerta ves a dos sanitarios con sus rostros ocultos bajo un mono blanco con una cinta azul que les recorre toda la espina dorsal y llega hasta su cabeza. Apenas se les adivinan los ojos tras su visera llena de vapor. Se escuchan toses y arcadas. Son las que da el paciente que tengo a escasos 3 metros. Uno de los enfermeros le ruega: «Por favor, cuando vayas a toser no lo hagas hacia mí». Después de varios intentos, el sanitario logra mantener 5 segundos el bastoncillo en la garganta del candidato a covid19.

Me toca el turno. Me dicen que me siente. ¿No puede ser de pie? No, mejor sentado insiste.

No hay marcha atrás. Por un momento, pienso en los riesgos de sentarme en la misma silla que el paciente anterior, y el anterior, y el otro y de antes a ése. Me acuerdo del señor Torcuato, del bar cercano a casa, que cada vez que se levanta un cliente manda esperar al siguiente porque «hay que pasar la balleta con desinfectante por precaución».

Pues nada, en la sala donde se hacen las pruebas PCR, al menos en la que yo he estado, los consejos de Torcuato se perderían como gritos en el desierto. La lista de pacientes es muy larga. Ni dos minutos tardaron en tomarme las muestras, primero de la nariz y después de la garganta. Una ligera molestia y un amargor que en pocos minutos desaparece, es todo.

¿Y ahora qué? En 24 o 48 horas, el resultado. Si es negativo vuelves a funcionar, si es positivo se te para el mundo. ¿Cuánto tiempo? Depende, la semana pasada eran 14 días, ésta 7 días. ¿Y quien establece los tempos? La economía, parece que la economía.

Mientras todo esto sucede, el resfriado por el que pedía consulta con mi doctora, ¿a alguien le importa? Nadie me ha recetado nada, hasta que no se conozca si soy positivo o negativo. Por ahora, tiro de los remedios de mi abuela, que aunque no sabía ni qué era Harvard, tenía un máster en supervivencia después de haber tenido 12 hijos. Gárgaras de té, yema de huevo con leche caliente y vahos de eucalipto.

Pues aquí estoy, delante del ordenador esperando una llamada o un e-mail para hacer otras llamadas y enviar otros correos. Y así, atrapados en un bucle hasta que rompamos la cadena, seguimos esperando la PCR.

Por Jesús Abad

Periodista multimedia desde 1996

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