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No han vuelto porque nunca se fueron. Así son los establecimientos de alimentación, fruterías, panaderías, pequeños supermercados, tiendas de comida para llevar. Han estado ahí manteniendo sus constantes vitales cuando todos bajaron la persiana y muchos, demasiados, dejaron de latir. Los que pudieron siguieron aguantando y esperando a que pasara el temporal.

Ahora, que en algunas zonas del mundo, poco a poco vuelve a salir el sol y empezamos a ver lo devastadora que fue o está siendo la epidemia de la Covid-19, deberíamos mirar a esos pequeños comercios con los ojos tan grandes como el corazón de muchos de los que los regentan.

En la mayoría de casos, se trata de empresas familiares, donde si caía uno, caían todos como fichas de dominó, que no han mirado el reloj ni tuvieron tiempo ni interés en anotar las horas que hacían de más conscientes de que sus reivindicaciones caerían en saco roto. Los beneficios, si los hubo, fueron más que merecidos, expuestos constantemente al riesgo en los momentos de mayor propagación de la pandemia, con mascarillas caseras cuando se agotaron las existencias en las farmacias, sacando lo mejor de cada uno ante los largos tentáculos del comercio online, y siempre que ha sido posible con una sonrisa, aunque la mascarilla, el tapabocas o el barbijo no nos dejara verla pero sí intuirla.

No dudaron en ir a buscar las pilas que necesitaba el vecino para su medidor de azúcar aunque para eso hubiera que remover Roma con Santiago, tratando en primera persona y muchas veces por su nombre a quien se acercaban al mostrador, preparando los encargos que llegaban por whatsapp, por tierra, mar o aire, conciliando la vida familiar a veces con los críos en la trastienda haciendo los deberes de la última video clase, llevándole la compra cuando acababa la jornada a casa de la vecina, dejándole un escrito en el cesto del tipo «se lo anoto, ya me lo pagará cuando pueda» sabiendo que ahora es imposible porque hace meses que no tiene ingresos pero necesita seguir comiendo, precisa seguir respirando. Ese comerciante a la vieja usanza, que se agarraba al trueque o a la libreta de «Pendiente» como el agricultor que siembra con la esperanza de recoger «si viene buen año».

Son miles las historias que se esconden detrás del mostrador, muchas lágrimas que quedaron en el almacén, mucha lucha por seguir abiertos, porque eran más necesarios que nunca cuando las grandes multinacionales, las de las ofertas impresas en inmensos carteles luminosos, apagaron el hilo musical de los centros comerciales.

La única luz que quedó en plena cuarentena, como si de un pequeño candil en la negra noche se tratara, fue la de algunos pequeños comercios, esos que resistieron cerca de casa, a los que pocas veces o ninguna íbamos porque «ni se compara, en el shooping lo tienes todo y muy bien de precio». Que importaba si al pasar por caja, el adiós de la cajera no estaba personalizado, si nos gastábamos más de gasolina que el descuento de 10 céntimos que nos ahorrábamos en la botella de leche, daba lo mismo si nuestra sonrisa y físico no se parecía para nada al de la familia tipo que salía de ese mismo supermercado en el anuncio de la televisión desbordando alegría como si le acabara de tocar la lotería después de la compra semanal.

Pues, estos días que hemos sobrevivido, cuando todo se tambaleaba, allí estaban esos pequeños comercios de gran corazón. En los pueblos y en las ciudades, algunos centenarios y curtidos en mil batallas, otros tan recientes que ni habían tenido tiempo de colocar el género en las estanterías cuando todo o casi todo se paró, porque el mundo siguió girando.

Y ahora, que poco a poco volvemos a esa denostada nueva normalidad, ¿cerraron por vacaciones? No, siguen ahí, subiendo la persiana cuando la mayoría seguimos planchando la oreja. Colocando los carteles con las nuevas normas, señalando cada uno como puede que mantengamos la distancia de seguridad, pidiéndonos que nos esperemos en la calle cuando haya un determinado número de clientes, ofreciéndonos gel para evitar el contagio o guantes «de los de la fruta, porque los de látex hay quien se los lleva a puñados» (me comentaba la dependienta) y pidiéndonos sólo eso, que nos comportemos.

Aviso a navegantes

Ningún mar en calma, hizo experto a un marinero. Ahora que urge que lleguen los turistas para que nuestra economía siga facturando, ahora que abrimos las fronteras y pasamos de fase, cuidado con el desfase.

Cuando lleguemos al lugar de descanso, no nos olvidemos que algunos de esos comerciantes estuvieron allí en pleno temporal y que allí siguen. No olvidemos la mascarilla, porque «pensaba que ya no hacía falta» ni nos aferremos a la justificación «¿pues mira la gente como va?». No olvidemos que la gente, «esa gente» que tanto nos molesta, también somos nosotros.

Esos guantes que parecen tener vida propia cuando sopla la brisa, esas mascarillas de un sólo uso que se quedaron a pocos metros de la papelera como si el lanzamiento a canasta hubiera fallado al sonar la bocina del final de partido y claro «ya lo recogerán, que para eso pagamos».

Está claro que lo hemos pasado mal o muy mal, dependiendo de los casos. No fue igual el confinamiento para quien vive en un quinto piso sin ascensor y sin balcón, que para quien se confinó en un chalet con 200 metros cuadrados con piscina y pista de padel. No lo pasó igual el jefe o jefa quien daba las órdenes desde el sofá de casa, aferrado al mando, a distancia, que quien recibía por whatsapp la orden de ponerse la alarma porque tenía que madrugar y salir a repartir por las casas .

¿Qué hemos aprendido? Por lo visto en las fiestas con batellón del parque de la Ciutadella o por las aglomeraciones en algunas playas de Barcelona que la policía tuvo que cerrar a media tarde del sábado, algunos no han aprendido nada o muy poco. Tampoco había mucha esperanza de que a estas alturas del curso llegaran al final con la lección aprendida, también hay que reconocerlo.

Pero igual sí, no estaría de más, medallas y reconocimientos oficiales al margen, que miremos con otros ojos al pequeño comercio, ese que sí estuvo ahí, en el que muchas veces nos llaman por nuestro nombre y que incluso nos podrán explicar desde detrás del mostrador que «todo lo que viene de fuera ha subido el precio y ahora lo compro más caro, por eso lo que pagas por la harina o la pasta italiana ahora está por las nubes». Son esas lecciones de microeconomía, de los verdaderos expertos en la cuenta de la vieja, los primeros en detectar que la cesta de la compra ha subido, mucho antes de que Javier Ruiz nos lo muestre en una pantalla interactiva en el informativo de Cuatro.

A esta hora, hay al menos más de 10.000 alemanes con las maletas preparadas para volar al aeropuerto de Palma de Mallorca y al de Ibiza. Son los primeros, pero si no hay rebrotes, no serán los únicos. Después vendrán los de otros países y mientras en la recepción de los hoteles les espran como agua de mayo, estaremos los de aquí, los que miramos más los precios, los que comparamos, los que muchas veces somos más exigentes, los que preguntamos, los que cuestionamos.

No podemos olvidarnos de dónde venimos, de que no todo fue un sueño, que las cifras al margen de ser reales existieron, que hay balcones que quedaron con las plantas sin regar porque quienes las regaban se los llevó el coronavirus. Y si hay rebrotes, que los hay «aunque controlados» insisten desde los estamentos oficiales mientras esperan en la llegada de Internacional a los primeros turistas, debemos y podemos estar más preparados. Sin bajar la guardia, manteniendo la distancia social, las medidas de higiene y disfrutando el momento, porque cada instante de la vida es único y cada uno de nosotros también.

Por cierto, la dueña del quiosco que colocó el cartel de «nos volveremos a ver cuando nos podamos dar un abrazo» ya hace semanas que subió de nuevo la persiana, aunque todavía no puede abrazar a sus clientes.

Por Jesús Abad

Periodista multimedia desde 1996

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